martes, 12 de abril de 2011

Letra muerta



“Con la a es va, con la e es...” María fijó una vez más la vista en la tarjeta mientras sonreía, con una sonrisa perpetua. Sus mejillas redondas y rosadas le agraciaban mucho. Tenía el cabello largo, recogido para atrás en una trenza que se desviaba a un costado para no estorbar al preciado bulto que sostenía en su espalda. Ve dije, con paciencia. “¡Ve!” repitió y sonrió una vez más. Sus ojos pequeños de mirada infantil me hacían imposible no imitar su gesto. Volvimos a las oraciones del libro: “La vida vale. Viva la vida”; y repasamos una y otra vez, una y otra vez las tarjetas de cartón. Ella las movía siguiendo cuidadosa las instrucciones y luego intentaba verbalizar el misterio de verlas juntas: du-da ol-vi-do.

Observarla me intrigaba. Al estar sentadas frente a frente con una mesita escolar en medio de las dos bajo la luz artificial de aquella aula semi ocupada, no podía más que examinarla. Su nariz ancha mostraba de cuando en cuando unas pequeñas gotas de rocío sobre la piel, que ella rápidamente secaba con el pañuelo arrugado que sostenía en la mano. Su amplia frente sudaba también. No era morena. Su tez era tersa y lozana. Al verla me invadía la ternura y al mismo tiempo una especie inusual de rabia. Talvez la rabia que ella no conocía. Tenía veinticinco años —ya vieja— ante sus propios ojos. A su mano gruesa que contaban en jeroglíficos la historia de su encuentro diario con la tierra, le costaba mucho doblegar al lápiz para conseguir trazos firmes. Quizá por ello cuando lo lograba, María se llenaba de un aire nuevo, conquistador, satisfecho. Era dulce en su trato. “Yo, mi señorita, le he de sembrar cuando usted se case y tenga una hacienda” me decía a veces en nuestras conversaciones desviadas del tema que nos asoció.

Recuerdo que durante el día me rompía la cabeza tratando de encontrar formas nuevas para alivianarle su lucha con las letras. Me inventaba los métodos que la guía de alfabetización no incluía, porque los había probado todos y el cuento de cada noche era el mismo: María repetía con dificultad las sílabas: la le..., va ve..., y formaba las palabras del primer capítulo, pasaba entonces la “evaluación”, y al otro día, na-da. No recordaba nada. Y no era cuestión de paciencia. Recurrí a todas mis reservas y nunca se agotó. Simplemente, María no leía.

Mis compañeras, para mi angustia, alardeaban los logros visibles de sus “alfabetizandos”. Manuel, un campesino de casi cuarenta ya escribía cartas. Luis, quizá por ser un muchacho, quería repasar brevemente la lectura; él prefería aprender matemáticas. Ellos —que no habían sido completamente analfabetos— faltaban de vez en cuando. Su ausencia venía acompañada por un viento de terror que penetraba el aula amenazando la inesperada visita de la supervisora. Mi María, por el contrario, no faltaba nunca. Llevaba dos meses, desde el día que fuimos a visitarla en su humilde casa arriba en la loma, viniendo cada noche a las ocho. Y no venía sola. Acunado a la espalda, con el rostro oculto traía dormido a su último hijo. Mientras lo mecía con su constante vaivén se presentaba lista a su encuentro tardío con el libro:

—Ma-rí-a va al doc-tor.

Para calmar la ansiedad que me provocaba notar que ni siquiera miraba directamente a las letras sino que repetía las frases como de memoria, mi mente fantaseaba por ella:

María despierta hojea otro mundo

dibuja sus miedos

deletrea sus cadenas

conjuga sus vendas

esboza su nombre

y labra, y granea, y riega, y recoge

lo intangible

¡Ma-rí-a le-e!!

¡Qué misterio para mí era su mente! A mis dieciocho no alcanzaba a ver los pesados hollines que enmohecían sus neuronas ni las oscuras cortinas que viendo, no le dejaban ver. Así de joven, me sentía dueña del mundo frente a ella. Lo poseía todo. Me veía gigante, consentida, sin razón alguna para intentar una queja. ¡Y al mismo tiempo tan pequeña! Era insignificante ante esa mujer. La imaginaba en sus madrugadas, en sus tareas sin fin, entre animales y marido y guaguas... La adivinaba apurada loma abajo, corriendo a la hacienda, al hacha, a tiempo al deshierbe, a la siembra, al abono, a la cosecha y otra vez arriba a sus bocas. Y así, con la vida llena, la presenciaba en su escape a la rueda de su destino cada noche en la escuela, cuando venía a estudiar. Me indignaba la sangre saberla sin ventajas, y aún así leer en sus ojos que todo estaba bien.

La llegué a querer, aunque en ocasiones maldije para adentro el ser su tutora. Sufría al pensar en mi próximo grado. Qué iba a hacer cuando vengan a examinarnos y mi María no lea. Qué haría ella con sus esperanzas. Pasaron así los días, las semanas. Ella enseñándome a mí un mundo que yo no quería ver; yo a ella el mundo que no podría alcanzar. Seguro que fue precisamente ese paisaje hermoso, lejano, difícil, que no le pertenecía, el culpable. Cuando se cumplió el cuarto mes fui a la escuela como siempre y María no llegó. Envolvió su sueño, lo metió en su carga, lo tiró a la espalda y no volvió más.