sábado, 17 de septiembre de 2011

Una tropa en la cabeza


Silencio…

me marcha leve en el lóbulo izquierdo

audaz, casi imperceptible

dispara un arco de luces y nubla las pupilas

redobla el golpe del tambor

exagera, desorbita, se agiganta

retarda el habla, estorba la razón

Y luego

tira y hala

tira y hala

un delgado hilo entre la cien y la ceja.

Cierro los ojos, respiro

resisto inmóvil

Ansío la noche, invoco el sueño

Pero no se va

Me marcha, me ilumina, me baila, me zumba

Y se niega a migrar.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Inescrutables

Bailan las olas, se ríen, nos mienten.
Cantan y no nos dicen el secreto de su playa.

Susurran, hablan entre dientes.
Dibujan poemas en la arena. Riman.
Pero no revelan el misterio de sus aguas.

Lloran las olas. Gimen. Se quejan.
Se nos echan al hombro. Reclaman.
Pero siempre esconden lo oculto de sus lágrimas.

sábado, 18 de junio de 2011

Ocho de abril

Ese latido suyo
lejano y débil
anuncia su partida inminente
y con ella
el frío tan temido

Mis lágrimas no pueden retenerle
ni mis ruegos
ni mis más intensas oraciones
usted se va impostergablemente
así
envuelto en serenidad absoluta
a su cita máxima

Yo aquí me aferro
al calor de su mano
y al escaso aire
que hasta hoy lo sostiene

Su pecho lucha por llenarse lento
y se cansa
lejano y débil
en tanto yo cuento las últimas gotas
de su ternura

Su pecho…
mi único puerto de seguridad plena
se cansa
se va
Usted se va y me sé huérfana
se lleva la luz
se lleva todas mis respuestas

Sonríe
lejano y débil
promete aquel abrazo
yo imagino su fiesta
pero no es consuelo para mi quebranto

Se va el héroe de todos mis cuentos
el valiente de todas mis historias
a mí
no me queda más que tomar su capa
tragar el suspiro amargo y vacío
despejar el ahogo
y esperar el día
de mirar otra vez sus ojos

viernes, 13 de mayo de 2011

Escombros

Hay días que veo mi tierra baldía

y lloro

después de los jardines

qué triste

pisotear sus grietas.

¿Dónde están los frutos de mis huertos?


Hay días que crujen las raíces secas

y lloro

después de los cultivos

qué desdicha

remover escombros.

Anhelo nuevas lluvias

aunque me falta fuerza

para hundir la pala.

En un descuido

el tiempo para el roble

se fue

por eso hoy no hallo sombra.

Ojalá rosas.

Ojalá rocío.

Cuando el sol renazca

y el arroyo.

martes, 12 de abril de 2011

Letra muerta



“Con la a es va, con la e es...” María fijó una vez más la vista en la tarjeta mientras sonreía, con una sonrisa perpetua. Sus mejillas redondas y rosadas le agraciaban mucho. Tenía el cabello largo, recogido para atrás en una trenza que se desviaba a un costado para no estorbar al preciado bulto que sostenía en su espalda. Ve dije, con paciencia. “¡Ve!” repitió y sonrió una vez más. Sus ojos pequeños de mirada infantil me hacían imposible no imitar su gesto. Volvimos a las oraciones del libro: “La vida vale. Viva la vida”; y repasamos una y otra vez, una y otra vez las tarjetas de cartón. Ella las movía siguiendo cuidadosa las instrucciones y luego intentaba verbalizar el misterio de verlas juntas: du-da ol-vi-do.

Observarla me intrigaba. Al estar sentadas frente a frente con una mesita escolar en medio de las dos bajo la luz artificial de aquella aula semi ocupada, no podía más que examinarla. Su nariz ancha mostraba de cuando en cuando unas pequeñas gotas de rocío sobre la piel, que ella rápidamente secaba con el pañuelo arrugado que sostenía en la mano. Su amplia frente sudaba también. No era morena. Su tez era tersa y lozana. Al verla me invadía la ternura y al mismo tiempo una especie inusual de rabia. Talvez la rabia que ella no conocía. Tenía veinticinco años —ya vieja— ante sus propios ojos. A su mano gruesa que contaban en jeroglíficos la historia de su encuentro diario con la tierra, le costaba mucho doblegar al lápiz para conseguir trazos firmes. Quizá por ello cuando lo lograba, María se llenaba de un aire nuevo, conquistador, satisfecho. Era dulce en su trato. “Yo, mi señorita, le he de sembrar cuando usted se case y tenga una hacienda” me decía a veces en nuestras conversaciones desviadas del tema que nos asoció.

Recuerdo que durante el día me rompía la cabeza tratando de encontrar formas nuevas para alivianarle su lucha con las letras. Me inventaba los métodos que la guía de alfabetización no incluía, porque los había probado todos y el cuento de cada noche era el mismo: María repetía con dificultad las sílabas: la le..., va ve..., y formaba las palabras del primer capítulo, pasaba entonces la “evaluación”, y al otro día, na-da. No recordaba nada. Y no era cuestión de paciencia. Recurrí a todas mis reservas y nunca se agotó. Simplemente, María no leía.

Mis compañeras, para mi angustia, alardeaban los logros visibles de sus “alfabetizandos”. Manuel, un campesino de casi cuarenta ya escribía cartas. Luis, quizá por ser un muchacho, quería repasar brevemente la lectura; él prefería aprender matemáticas. Ellos —que no habían sido completamente analfabetos— faltaban de vez en cuando. Su ausencia venía acompañada por un viento de terror que penetraba el aula amenazando la inesperada visita de la supervisora. Mi María, por el contrario, no faltaba nunca. Llevaba dos meses, desde el día que fuimos a visitarla en su humilde casa arriba en la loma, viniendo cada noche a las ocho. Y no venía sola. Acunado a la espalda, con el rostro oculto traía dormido a su último hijo. Mientras lo mecía con su constante vaivén se presentaba lista a su encuentro tardío con el libro:

—Ma-rí-a va al doc-tor.

Para calmar la ansiedad que me provocaba notar que ni siquiera miraba directamente a las letras sino que repetía las frases como de memoria, mi mente fantaseaba por ella:

María despierta hojea otro mundo

dibuja sus miedos

deletrea sus cadenas

conjuga sus vendas

esboza su nombre

y labra, y granea, y riega, y recoge

lo intangible

¡Ma-rí-a le-e!!

¡Qué misterio para mí era su mente! A mis dieciocho no alcanzaba a ver los pesados hollines que enmohecían sus neuronas ni las oscuras cortinas que viendo, no le dejaban ver. Así de joven, me sentía dueña del mundo frente a ella. Lo poseía todo. Me veía gigante, consentida, sin razón alguna para intentar una queja. ¡Y al mismo tiempo tan pequeña! Era insignificante ante esa mujer. La imaginaba en sus madrugadas, en sus tareas sin fin, entre animales y marido y guaguas... La adivinaba apurada loma abajo, corriendo a la hacienda, al hacha, a tiempo al deshierbe, a la siembra, al abono, a la cosecha y otra vez arriba a sus bocas. Y así, con la vida llena, la presenciaba en su escape a la rueda de su destino cada noche en la escuela, cuando venía a estudiar. Me indignaba la sangre saberla sin ventajas, y aún así leer en sus ojos que todo estaba bien.

La llegué a querer, aunque en ocasiones maldije para adentro el ser su tutora. Sufría al pensar en mi próximo grado. Qué iba a hacer cuando vengan a examinarnos y mi María no lea. Qué haría ella con sus esperanzas. Pasaron así los días, las semanas. Ella enseñándome a mí un mundo que yo no quería ver; yo a ella el mundo que no podría alcanzar. Seguro que fue precisamente ese paisaje hermoso, lejano, difícil, que no le pertenecía, el culpable. Cuando se cumplió el cuarto mes fui a la escuela como siempre y María no llegó. Envolvió su sueño, lo metió en su carga, lo tiró a la espalda y no volvió más.

domingo, 27 de marzo de 2011

Chocolate


Tiritaba yo en la tarde hiela. Estaba oscura y, por lo gris, triste. En amenaza de lluvia, pensé: un poco de leche y canela. ¡Chocolate! Asentiste con ojos dulces y sonrisa cómplice. No hay nada mejor que la espuma de esa mirada nueva. Al romper el hervor mecí, hasta que se disuelva. Una pizca de sal. Luego de batir y batir, ¡ya para qué el poncho! Ese aroma que invade e invita trajo de lejos al friolento más pequeño. Entre brrrs y muchas palabras, preparó la mesa. Queso, pan del horno y, a lo gringo, un poco de marshmallows. Con la expectativa de juguete nuevo llamaron con insistencia al papá. Ahora sí, la mesa llena. La cocina tibia. Las manos que abrazan el calor de la taza mientras el queso se desvanece al compás de la cuchara.