jueves, 8 de abril de 2010

Los cuentos de papá

Por Mary De la Torre G.
A la literatura infantil de Renán De la Torre Torres (1945 - 2005) escritor ecuatoriano


Entre sábanas y almohadas de ilusiones infantiles, disputando con mis hermanas el sitio junto a papá, crecían mis cuatro años. Sábado en la mañana, esa era nuestra fiesta. Acurrucadas en sus brazos anticipábamos visitar la mansión de Gringopico, de pisos lustrados con cera de abeja y ventanas resplandecientes con vidrios de luna y cortinas de nube. Disfrutábamos al escuchar sobre las picardías de Piquiocioso y las peripecias de sus polluelos. Imaginábamos a Piquibella tiritando en esa madrugada redimida mientras protegía del frío a sus pequeños justo antes de saber que su pajarito carpintero había aprendido la lección. Y, ¡qué maravilla!, la casita que les construyó era --¡cómo puede ser!—más linda que la que perdieron. ¡La luz de una estrella estaba atrapada en sus cristales jaspeados! ¡Retazos de niebla colgaban de cortinas y el parqué brillaba más que el sol...! –Otro, papi, otro. Y entonces soñábamos con los majestuosos colores desplegados en las alas de Maritín. La veíamos en su vuelo vanidoso de flor en flor mientras repartía desprecios a las mariposas sencillas. ¿Harían bien las flores más pomposas al negarle su alimento? Pobrecita… fue apagándose y perdiendo poco a poco lo que era. Qué triste figurarla gris y solitaria a la reina del jardín. Pero nunca sus historias se quedaban allí. El nuevo día siempre espera luego del dolor, del hallar sentido, de reencontrar el camino. Maritín aprendió, así como debíamos nosotras, a ser humilde y generosa. A pensar primero en los demás.

--¡El de los zapatitos, papi..! Qué extraño se me hace ahora en esta esquina de la vida no saber a ciencia cierta si esos zapatos de charol rojo deslumbrante que opacaban a todos los del escaparate los llegué a tener alguna vez. Eran mágicos. Su dueña los atesoraba como el bien más preciado. Pero los inquietos tenían corazón. Al ver un día a una pequeña con pies descalzos… se desabrocharon solos y, sin más, saltaron decididos tras ella. ¡Cómo! ¡Los zapatos más lindos la dejaron! Entre lágrimas y desazón, la niña desencantada fue a su armario y buscó uno por uno todos los pares que podrían consolar en algo la pobreza de quien se llevó el que más quería. Lo que no se imaginó fue que sus añorados zapatitos saltarines volverían con ella al ver su gesto dadivoso.

Luego de los juegos, las cosquillas y las risas nos dejábamos desafiar por las rimas que buscan su respuesta. Esos retozos mentales nos incitaban a escudriñar los versos para encontrar allí escondidos al conejo, a la luna, al árbol… Fue él quien dio vida a mi primera muñeca, al edredón rosado de mi hermana, a los zapatos de taco que se probaba la menor, y al momento delicioso de saborear el rompope de mi mamá.

Al llegar a los cinco, al cumplir los seis, poco a poco fui entendiendo que la magia estaba en él. Largas horas en medio de libros, lápices y mucho papel daban a luz historias fantásticas, metáforas tiernas, acertijos ingeniosos y poesía fresca, sonora y musical. ¡Quién me concediera el anhelo de volver atrás! De encontrar abrigo en su pecho y mirar la vida a través de sus cuentos. De dejarme llevar por el ideal de sus tramas, y exaltar junto con él lo que vale, lo justo, lo grande, lo noble. De sufrir en sus relatos los desencantos, y celebrar en sus desenlaces la esperanza.